El Origen del
Pueblo Israelita
Lic.
Wagner Ramírez Arroyo, Profesor de Estudios Sociales e Historia
El presente escrito tiene como objetivo
explorar el origen del pueblo israelita desde una perspectiva estrictamente
histórica y arqueológica, dejando de lado las interpretaciones teológicas
tradicionales basadas en textos religiosos. Se abordará el surgimiento de los
primeros asentamientos israelitas en las Tierras Altas de Canaán, a partir del
siglo XIII a.C., hasta la deportación de sus descendientes a Babilonia en el
siglo VI a.C. El análisis se fundamenta principalmente en los estudios de los
historiadores israelíes Israel Finkelstein y Neil Asher Silberman, cuyas
investigaciones han cuestionado los relatos bíblicos como fuentes históricas
fiables. Comprender el verdadero origen histórico de los pueblos permite
desmontar narrativas religiosas que, a lo largo del tiempo, han servido como
justificación para invasiones, desplazamientos forzados y actos de violencia
genocida, tal cual lo vivimos hoy en Palestina.
La Estabilidad Política de Canaán a Mediados Edad de
Bronce
El término Canaán designa una antigua
región situada en lo que hoy comprende los territorios de Israel, Palestina,
Líbano, el oeste de Siria y Jordania. Esta zona, también identificada como
parte del Levante Mediterráneo, formaba parte del denominado Creciente Fértil,
una franja de tierras fértiles ubicada estratégicamente entre Egipto y
Mesopotamia. Durante la Edad de Bronce Media, Canaán estuvo conformada por una
red de ciudades-estado independientes que, si bien mantenían autonomía
política, compartían una base cultural común y se encontraban bajo la constante
influencia de los grandes imperios circundantes (Finkelstein & Silberman,
2003).
A comienzos del segundo milenio a.C.,
ciudades como Laquis, Megiddo, Jasor y Ugarit alcanzaron un notable desarrollo,
reflejado en su compleja organización urbana. Según Finkelstein y Silberman
(2003), estas ciudades contaban con palacios, templos, murallas defensivas y
sistemas administrativos avanzados. Este florecimiento fue posible gracias a su
ubicación en rutas comerciales estratégicas, así como al intercambio cultural
con civilizaciones vecinas como Egipto, los hititas y las potencias mesopotámicas.
Sus economías se sostenían principalmente
en la agricultura, el control estratégico de rutas comerciales y el pago de
tributos. Además, producían cerámica, objetos de metal, tejidos y participaban
activamente en el comercio de vino, aceite y productos de lujo. Finkelstein y
Silberman (2003) también señalan que las sociedades cananeas estaban
fuertemente jerarquizadas, con élites gobernantes, castas sacerdotales, una
clase trabajadora sujeta a tributos y personas esclavizadas. Su religión era de
carácter politeísta, con un amplio panteón que incluía deidades como El, Baal,
Anat, Ashera y Yahvé, entre otros.
Las lenguas cananeas autóctonas de la
región pertenecían a la familia semítica y estaban estrechamente emparentadas
entre sí. En cuanto a la escritura, coexistían un sistema cuneiforme de
influencia mesopotámica (ugarítico) y un alfabeto consonántico local conocido
como proto-cananeo, considerado uno de los antecedentes del alfabeto fenicio y
de la escritura israelita.
Inestabilidad
Política de Canaán a Finales de la Edad de Bronce
Después del siglo XIII a.C., la dinámica
geopolítica en Canaán comenzó a transformarse. El progresivo debilitamiento de
la presencia egipcia en la región, las incursiones de pueblos extranjeros
conocidos como los "Pueblos del Mar" y la expansión de nuevas
potencias en el norte, como el Imperio Asirio, contribuyeron al inicio de un
periodo de inestabilidad política (Finkelstein & Silberman, 2003). Al mismo
tiempo, se intensificaron las tensiones sociales dentro de estas ciudades,
alimentadas por las exigencias tributarias impuestas por las élites locales,
muchas veces en colaboración con potencias dominantes como Egipto.
Según Finkelstein y Silberman (2003), las
desigualdades sociales, reflejadas en la concentración de tierras, la
explotación del trabajo agrícola, el reclutamiento forzoso y el privilegio de
las castas dirigentes, generaron descontento entre los sectores subordinados.
Estas condiciones propiciaron conflictos internos como disputas dinásticas,
levantamientos populares, guerras civiles y movimientos migratorios hacia zonas
menos controladas.
Durante este periodo, muchas ciudades como
Megiddo, Jasor y Laquis fueron destruidas, dejando evidencia arqueológica de
conflictos que incluyen revueltas internas, invasiones externas y el colapso de
las redes comerciales internacionales (Finkelstein & Silberman, 2003). Este
colapso marcó el inicio de la Edad del Hierro y favoreció la aparición de
nuevas poblaciones en las tierras altas, como los primeros israelitas, los
filisteos en la costa oeste y, al este del río Jordán, los moabitas y amonitas.
Pastores Nómadas o Agricultores Ganaderos Sedentarios
Las tierras altas de Canaán corresponden a
la región montañosa del interior del antiguo territorio cananeo, que se
extiende de norte a sur a lo largo del centro de la actual Palestina e Israel,
y que está estrechamente vinculada con el origen del pueblo israelita.
Aunque estas tierras fueron ocupadas por
poblaciones nómadas desde tiempos prehistóricos, los primeros asentamientos
sedentarios surgieron hacia el año 3500 a.C. y perduraron hasta aproximadamente
el 2200 a.C., cuando la mayoría fueron abandonados, dando paso nuevamente a un
período dominado por pastores nómadas. Posteriormente, alrededor del año 2000
a.C., se produjo una segunda oleada de colonización sedentaria, más intensa que
la anterior, que dio origen a unos 220 asentamientos, algunos de ellos fortificados,
y con una población estimada de hasta 40.000 habitantes. Esta fase de ocupación
terminó hacia el 1500 a.C., momento en que las tierras altas volvieron a ser
habitadas predominantemente por grupos nómadas (Finkelstein & Silberman,
2003, p. 116).
La tercera y definitiva oleada sedentaria
inicia alrededor del año 1200 a.C., cuando, de manera repentina, surgieron unas
doscientas cincuenta comunidades asentadas en las cumbres de las colinas. Según
Finkelstein y Silberman (2003, pp. 111–112), la mayoría de estos asentamientos
no superaba el tamaño de media hectárea y estaban habitados por unas cincuenta
personas adultas y una cantidad similar de niños. Alrededor del año 1000 a.C.,
la población total en las tierras altas había alcanzado aproximadamente las
cuarenta y cinco mil personas.
El tránsito de un estilo de vida nómada,
centrado en el pastoreo, hacia una existencia sedentaria basada en la
agricultura y la ganadería, puede entenderse como un mecanismo de adaptación
característico de los pueblos del Próximo Oriente. En contextos de presión
fiscal elevada o de reclutamiento forzoso durante periodos de guerra, las
comunidades tendían a optar por el nomadismo en regiones de difícil acceso para
las autoridades. En cambio, en tiempos de estabilidad política y reapertura del
comercio, la vida sedentaria se volvía nuevamente atractiva. Esta flexibilidad,
según explican Finkelstein y Silberman (2003, p. 120), se sustentaba en el
hecho de que una parte significativa de la población mantenía vínculos con la
actividad pastoril, lo que permitía recurrir a ella según lo exigieran las
circunstancias.
Mientras las ciudades-estado de las tierras
bajas cananeas contaban con excedentes agrícolas que podían destinar al
intercambio, los grupos nómadas de las tierras altas cubrían sus necesidades
mediante el comercio con ellas. En épocas de escasez, estos pueblos podían
verse obligados a adoptar nuevamente una vida sedentaria para asegurar su
subsistencia. De este modo, diversos factores externos condicionaron que estas
poblaciones alternaran entre el nomadismo y la sedentarización, en función de
las circunstancias históricas y económicas (Finkelstein & Silberman, 2003,
p. 121).
El libro del Génesis presenta numerosos
relatos que reflejan la tensión entre dos modos de vida contrastantes: el de
los pastores nómadas y el de los agricultores sedentarios, fundadores de
ciudades. Esta dicotomía se manifiesta en episodios como el conflicto entre
Caín y Abel, la construcción y destrucción de la Torre de Babel, el
asentamiento de Abraham en Canaán, la ruina de Sodoma y Gomorra, así como en
los enfrentamientos entre los patriarcas nómadas y los reyes cananeos.
Los
Israelitas Primitivos
Las principales actividades económicas de
estas comunidades eran la agricultura de subsistencia, con cultivos de trigo y
cebada trabajados con ayuda de bueyes, así como la producción de vino y aceite
de oliva. También practicaban el pastoreo de cabras y ovejas, y elaboraban
cerámica sencilla y tosca. Según Finkelstein y Silberman (2003, pp. 112–113),
durante este período no hay indicios de un culto religioso organizado, aunque
la presencia de estatuillas de bronce sugiere prácticas de adoración vinculadas
al panteón cananeo. Las aldeas no muestran señales de estar fortificadas ni de
haber estado en conflicto con otras ciudades, y permanecían aisladas tanto de
las principales rutas comerciales como de las esferas de influencia de las
grandes potencias imperiales.
Esta tercera oleada de población en las
tierras altas de Canaán puede identificarse como el origen de los primeros
israelitas, debido a la continuidad cultural que más adelante se observa en el
Reino de Israel. No existe evidencia que sugiera que estos grupos provinieran
de Egipto o Mesopotamia. Por el contrario, como señalan Finkelstein y Silberman
(2003), eran pueblos cananeos de tradición nómada que decidieron establecerse
en aldeas en busca de mejores condiciones de vida.
Con el tiempo, comenzaron a desarrollar
características culturales propias que los fueron diferenciando de sus vecinos.
Este periodo representa una fase de transición, en la que comunidades dedicadas
al pastoreo adoptaron progresivamente prácticas agrícolas y una vida
sedentaria. Se trata de un fenómeno que no fue exclusivo de los futuros
israelitas, sino que también ocurrió de manera simultánea en otras regiones de
Canaán y del Próximo Oriente.
Estos asentamientos rurales fueron
evolucionando progresivamente hasta convertirse en un reino burocrático, con
ciudades, pequeños pueblos y disputas dinásticas. Ya en el siglo VIII a.C., las
tierras altas albergaban dos reinos diferenciados, Israel y Judá, con una
población estimada en unas 170.000 personas. Finkelstein y Silberman (2003, p.
117) explican que el éxito económico de estos asentamientos, basados en la
agricultura y la ganadería, se debió al aprovechamiento de un terreno
particularmente apto para el cultivo de uvas y olivos, lo que permitió la
producción de vino y aceite de oliva. Estos productos eran comerciados con las
regiones de las tierras bajas cananeas y exportados principalmente a Egipto.
La Identidad Israelita
Los patrones de nomadismo y sedentarismo de
los pueblos cananeos presentan notables similitudes entre sí. Según Finkelstein
y Silberman (2003, p. 122), la evidencia arqueológica y literaria indica que
los israelitas compartían múltiples rasgos culturales con otros pueblos de la
región, como los amonitas, moabitas y edomitas. Su estilo de vida, el diseño de
sus viviendas, la alfarería, el idioma e incluso las prácticas religiosas
politeístas eran prácticamente indistinguibles.
No obstante, una diferencia significativa
emerge en los hábitos alimenticios. Investigaciones arqueológicas han
demostrado que, a finales de la Edad del Bronce, los habitantes de las tierras
altas cananeas, donde surgirían las comunidades israelitas, no criaban ni
consumían carne de cerdo. Esta práctica se mantuvo durante toda la Edad del
Hierro y se convirtió en un rasgo distintivo persistente, incluso hasta el
colapso de los reinos de Israel y Judá (Finkelstein & Silberman, 2003, p.
122).
El origen de esta tradición aún resulta
incierto para los historiadores y antecede a las prohibiciones escritas a
partir del siglo VIII a.C. Todo lo que se puede afirmar al respecto continúa
siendo especulativo. Sin embargo, lo que sí es seguro, según Finkelstein y
Silberman (2003), es que esta práctica constituye la expresión identitaria más
antigua demostrada arqueológicamente entre los antiguos israelitas,
remontándose al siglo XIII a.C.
Los
Filisteos
Entre los pueblos con un papel destacado en
los escritos religiosos y cuya existencia cuenta con respaldo histórico y
arqueológico, destacan los filisteos. Su presencia en Canaán tuvo un impacto
significativo en las culturas cananeas. Este grupo de origen egeo, vinculado a
los llamados “Pueblos del Mar”, no se estableció en la costa de Canaán hasta
poco después del año 1200 a.C. En ese periodo, la ciudad de Gherar, hoy
identificada con Tell Hasor, era apenas una aldea de escasa relevancia durante
la Edad del Hierro I. Blázquez Martínez y Cabrero Piquero (2004, p. 20) señalan
que no fue sino hasta finales del siglo VIII e inicios del VII a.C. cuando
adquirió mayor importancia al convertirse en una ciudad fortificada con
funciones administrativas, entrando en conflicto con el reino de Judá. Sin
embargo, no existe justificación para identificar a los antiguos filisteos con
pueblos contemporáneos del Próximo Oriente, ni mucho menos para respaldar acciones
militares actuales basándose en rivalidades del pasado remoto.
El Imperio Asirio
La influencia del Imperio Asirio en Canaán
a partir del siglo XI a.C. fue profunda y duradera. Durante varios siglos, los
asirios ejercieron un control político y militar sobre numerosos reinos de la
región, sometiéndolos a vasallaje mediante campañas militares y alianzas
forzadas. Entre estos reinos se encontraba el de Israel, cuyo territorio
finalmente desapareció como entidad política independiente en el siglo VIII
a.C. debido a las conquistas asirias.
Este dominio asirio no solo afectó la
estructura política, sino que también dejó una huella cultural significativa.
Muchas costumbres, leyes, topónimos y nombres de personajes mencionados en el
libro del Génesis reflejan esta influencia asiria, evidenciando la
permeabilidad cultural de la región ante el poder hegemónico de este imperio
(Blázquez Martínez & Cabrero Piquero, 2004, p. 20). La interacción entre
los pueblos cananeos y el Imperio Asirio contribuyó a la transformación social,
religiosa y administrativa de Canaán, preparándola para las posteriores etapas
históricas.
El
Reino de Israel
El surgimiento de Israel como reino está
envuelto en una considerable oscuridad histórica, principalmente debido a la
escasez de fuentes documentales fiables. Según Blázquez Martínez y Cabrero
Piquero (2004, p. 22), la mayoría de los relatos y genealogías presentes en los
textos religiosos carecen de respaldo arqueológico y presentan un marcado
carácter anacrónico. Por ello, en este apartado nos limitaremos a exponer
únicamente aquellos hechos que pueden ser considerados históricamente
verificables.
No existe ninguna mención al reino de
Israel en las inscripciones egipcias ni en los célebres documentos de Tell
el-Amarna, fechados desde el siglo XIV a.C. hasta el XII a.C., los cuales
describen con detalle la situación política y social de Canaán. Esta ausencia
constituye un indicio relevante de que, para esa época, aún no existía el
mítico reino de Israel mencionado en los textos religiosos (Blázquez Martínez
& Cabrero Piquero, 2004, p. 22).
Además, excavaciones arqueológicas
recientes demuestran que, en el siglo X a.C., Jerusalén era apenas un pequeño
asentamiento rural, sin construcciones monumentales ni indicios de una capital
poderosa o unificada, lo cual respalda esta visión crítica, según Finkelstein y
Silberman (2003, p. 135). La mención más antigua al reino de Israel proviene de
la Estela de Tell Dan, fechada alrededor del año 850 a.C. En esta inscripción,
erigida en honor a la victoria de Hazael, rey de Damasco, sobre el rey de Israel,
se lee en arameo: “Maté a Joram, hijo de Ajab, rey de Israel, y maté a Ocozías,
hijo de Joram, de la casa de David” (Blázquez Martínez & Cabrero Piquero,
2004, p. 36). Este hallazgo evidencia que, ya a mediados del siglo IX a.C.,
existían tanto el Reino de Israel en el norte como el Reino de Judá en el sur,
gobernado por descendientes de David.
Otra evidencia contemporánea proviene de la
Estela de Mesa, una inscripción en escritura cananea que narra la conquista de
Moab por Omri, rey de Israel, y posteriormente el triunfo de Mesa, rey de Moab,
sobre el hijo de Omri. De estas dos inscripciones concluimos que fue hasta el
siglo IX a.C. cuando el reino de Israel alcanzó una conformación suficiente
para ser relevante geopolíticamente en la región de Canaán. Antes de este
periodo, no existen evidencias que permitan hablar de un reino fuerte o consolidado
en las tierras altas (Blázquez Martínez & Cabrero Piquero, 2004).
Para el siglo IX a.C., el reino de Israel
presentaba las características de un Estado desarrollado, con un aparato
burocrático y una clara estratificación social. Contaba con importantes centros
urbanos fortificados, como Megiddo y Samaria, fundada en el siglo IX a.C. y
capital del reino, lo que reflejaba su poder político y económico (Blázquez
Martínez & Cabrero Piquero, 2004, p. 41). La producción y exportación de
aceite de oliva constituían una actividad próspera, siendo transportado en
vasijas de barro sobre asnos, evidenciando un comercio tanto interno como
externo, así como el acceso a bienes de lujo.
El reinado de Acab fue especialmente
significativo en la historia del Reino de Israel, no solo por su prosperidad,
sino también por su influencia regional. En el año 853 a.C., Acab participó en
la batalla de Qarqar contra Salmanasar III, rey de Asiria; en esta alianza
coaligada contra la expansión asiria se le atribuye la contribución con
aproximadamente 2,000 carros de guerra, un reflejo del considerable poder
militar del reino en ese momento (Blázquez Martínez & Cabrero Piquero,
2004, p. 42).
En la ciudad de Samaria, arqueólogos han
descubierto más de 200 placas de marfil talladas en estilo fenicio y decoradas
con motivos egipcios, que formaban parte de la decoración de los palacios de la
nobleza israelita. Además, se ha encontrado evidencia de un sofisticado sistema
de documentación comercial en varios sitios, incluyendo Samaria, Jerusalén,
Laquis, Mesad, Hashavyshu y Khirbet Ghazza, y se sabe que el máximo nivel de
riqueza y prosperidad del reino se alcanzó durante el reinado de Jeroboán II,
poco antes de la caída del reino (Blázquez Martínez & Cabrero Piquero,
2004).
La conquista asiria del 722 a.C. no solo
significó el fin del reino de Israel, sino que también tuvo profundas
consecuencias para la región. La población de las principales ciudades
israelitas disminuyó drásticamente debido a las deportaciones masivas implementadas
por los asirios. Durante el asedio, muchas ciudades fortificadas sufrieron
destrucciones significativas al intentar resistir los ataques. Sin embargo, una
vez consolidado el control, los asirios se dedicaron a la reconstrucción y
repoblamiento del territorio, destacándose especialmente Megiddo, donde
erigieron palacios con un marcado estilo arquitectónico asirio (Blázquez
Martínez & Cabrero Piquero, 2004, p. 43).
El Reino de Judá
No hay evidencia histórica de que los
reinos de Israel y Judá hayan formado una unidad política en algún de su historia
como sugieren los libros religiosos. Las inscripciones halladas en Tell Dan
indican que, durante el siglo IX a.C., eran dos entidades políticas
estrechamente relacionadas, pero con líderes distintos. El rey histórico más
antiguo conocido de Judá fue Ocozías, miembro de la casa de David, quien
combatió junto al reino de Israel contra el rey de Damasco.
Aunque ambos reinos se desarrollaron de
forma paralela, es evidente que Judá estaba mucho menos desarrollado que
Israel. Según Blázquez Martínez y Cabrero Piquero (2004, p. 44), incluso en el
siglo IX a.C., Judá no contaba con ciudades fortificadas, palacios suntuosos ni
templos, y no hay evidencia de que poseyera un sistema de escritura. Su
población era aproximadamente diez veces menor, y Jerusalén no era más que una
modesta aldea. La religión practicada en la región era fundamentalmente
politeísta, donde Yahvé era solo una de las muchas deidades del amplio panteón
cananeo. En esta región, existían altares al aire libre donde sacerdotes de
distintos dioses realizaban sacrificios y quemaban incienso; además, era común
el uso de estatuillas metálicas que representaban diosas madre asociadas a la
fertilidad.
El panorama de Judá cambió notablemente
tras la caída del reino de Israel en manos de los asirios durante el siglo VIII
a.C. Según Blázquez Martínez y Cabrero Piquero (2004, p. 44), la evidencia
arqueológica muestra un aumento significativo de la población alrededor de
Jerusalén, acompañado por la construcción de murallas y torres de vigilancia.
En Judá, las parcelas agrícolas crecieron y varias aldeas se transformaron en
ciudades. Es evidente que muchos habitantes de Israel huyeron hacia Judá,
contribuyendo al progreso demográfico, cultural y material del reino, cuyo
número de habitantes llegó a alcanzar los 120,000. Sin embargo, otro factor
relevante fue la cooperación proveniente del Imperio Asirio, que impulsó la
riqueza de la élite gobernante, aunque esta alianza no tardó en generar
tensiones.
Durante el reinado de Ezequías (726–698
a.C.) se impuso por primera vez el culto exclusivo a Yahvé en el templo de
Jerusalén, prohibiéndose la adoración de otros dioses en todo el reino de Judá.
Ezequías rompió además el vasallaje con Asiria y se alió con Egipto, lo que
provocó una fuerte y destructiva campaña militar por parte de Asiria contra
varias ciudades de Judá. Para evitar la destrucción de Jerusalén, tuvo que
pagar un elevado tributo y rendir obediencia a Senaquerib, rey de Asiria, en el
año 701 a.C. Tras su muerte en 698 a.C., se restableció el pluralismo religioso
en Judá, que volvió a aprovechar la cooperación asiria para iniciar una campaña
de conquista hacia el oeste contra filisteos y edomitas, controlando una ruta
de comercio importante por donde circulaban artículos de lujo, inciensos y
aceite de oliva, situación que el imperio veía con buenos ojos (Blázquez
Martínez & Cabrero Piquero, 2004, p. 46).
Durante el reinado del rey Josías (639–609
a.C.) se llevó a cabo una importante reforma política y religiosa, cuyo
objetivo principal fue la centralización del poder religioso y político en
Jerusalén. En este contexto, el culto a Yahvé fue declarado nuevamente oficial
y exclusivo, otorgando únicamente a sus sacerdotes la autoridad para realizar
sacrificios y recaudar ofrendas. Como parte de esta reforma, se redactaron
libros históricos y religiosos que legitimaban la supremacía política de Judá
sobre Israel, presentando las invasiones de Judá por Canaán como una conquista
legítima de la “tierra prometida”, dada por derecho divino por ser el pueblo
escogido de Yahvé (Blázquez Martínez & Cabrero Piquero, 2004, p. 26).
La política expansionista y militar de
Josías, inicialmente respaldada por el Imperio Asirio, lo enfrentó con
filisteos, edomitas, moabitas y amonitas. Según Blázquez Martínez y Cabrero
Piquero (2004, p. 48), estos conflictos se reflejan en los libros del Éxodo,
Deuteronomio, Josué, Jueces y Reyes, textos basados en tradiciones orales que
fueron adaptados a la realidad política del momento en que se escribieron. El
control de las tierras de Canaán y Transjordania implicaba también dominar las
rutas comerciales por donde transitaban las innovadoras caravanas de camellos
cargadas con resinas aromáticas y otras especias, que conectaban la Península
Arábiga con el Imperio Asirio, afectando los intereses comerciales del Imperio
Egipcio, que había perdido su hegemonía en la región. Por estas razones, no es
descabellado imaginar que eruditos asirios hayan contribuido en la redacción de
estos escritos religiosos con fines propagandísticos.
La estabilidad política del reino de Judá
llegó a su fin en el año 586 a.C., con la invasión del rey babilonio
Nabucodonosor II. Jerusalén fue arrasada, el templo destruido y el reino de
Judá dejó de existir como entidad independiente. Aproximadamente el 70 % de
la población permaneció en el territorio, dedicada principalmente a la agricultura,
mientras que el resto, sobre todo la élite gobernante, la casta sacerdotal y los gremios artesanales
especializados, fue deportado a Babilonia. Quienes regresaron tras el exilio ya no
se identificaban como israelitas, sino como judíos, marcando así el inicio de
una nueva etapa histórica y religiosa para este pueblo.
Conclusión
Los orígenes míticos descritos en los
libros religiosos sobre el pueblo israelita carecen de fundamento histórico y
responden más bien a necesidades geopolíticas de las élites gobernantes de Judá
durante el siglo VII a.C. En realidad, el poblamiento de la región fue un
proceso pacífico en el que comunidades indígenas y nómadas se fueron asentando
gradualmente y evolucionaron hasta formar reinos con influencia geopolítica en
Canaán. No existe fundamento histórico para creer que algún pueblo en
particular tenga derecho a despojar a los demás de sus tierras mediante la
violencia amparada por una supuesta autorización divina. Por el contrario, las
interpretaciones religiosas del pasado han fomentado diversos actos violentos
en la región de Canaán y deben de superarse.
Referencias
Bibliográficas
Blázquez
Martínez, J. M., & Cabrero Piquero, J. (2004). La arqueología israelita y
la historicidad de los libros del Antiguo Testamento. Boletín de la
Asociación Española de Orientalistas, 17-57.
Finkelstein,
I., & Silberman, N. A. (2003). La Biblia desenterrada: Nuevos
descubrimientos arqueológicos que iluminan la historia de Israel. Madrid:
Siglo XXI Editores.
Muy interesante investigación
ResponderEliminarGracias amigo
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